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Foto del escritorAngelA Sepulveda

Decálogo Familiar, Para ayudar a la persona en Depresión.

La depresión es una enfermedad que causa mucho sufrimiento es algo que testimonian todos cuantos la han padecido. También quienes, por razones de su profesión, les acompañan en ese doloroso proceso. La importancia que, en tales circunstancias, adquiere la familia como elemento de contención merece ser destacada. En medio de la experiencia de desconcierto, de estrés y, frecuentemente, de impotencia ante el sufrimiento en el que se debate la persona querida, se convertirá en un valiosísimo instrumento de ayuda si sabe controlar la ansiedad y actuar siguiendo las pa

utas que, de acuerdo a lo que recomiendan los expertos, son las más indicadas en el trato con las personas que adolecen de una grave depresión. Subrayaré algunas de ellas:


1.- Ponerle en manos de profesionales.

La depresión es una enfermedad grave. La intervención terapéutica sobre el deprimido no puede dejarse en manos de aficionados que, con indicaciones, a veces, contraproducentes, creen poder sacarle del pozo de desolación en el que se siente hundido. El principio de la sanación pasa por persuadirle de que precisa la intervención de especialistas en psiquiatría o en psicología. Convencerle, no siempre resultará fácil, pero es absolutamente imprescindible. El tacto y la delicadeza con que realicen esa tarea contribuirán a vencer resistencias y superar recelos. En cualquier caso, la familia deberá mostrarse persistente a este respecto, dispuesta siempre a acompañar al enfermo a la consulta médica y no oponerse, si así lo aconsejan los profesionales, a su internamiento.


2.- Ayudarle a aceptar la enfermedad.

Nadie es culpable de padecer una enfermedad. Cuando ésta se instala en una casa, tanto quien la sufre como quienes le rodean quedan profundamente afectados. Es difícil para la persona enferma aceptar su condición de tal. Tampoco es fácil para el resto de la familia. Sin embargo, el principio de todo proceso terapéutico pasa por asumir esa situación. Reconocer el hecho, aceptar las limitaciones que supone para el enfermo y para su entorno, reevaluar la relación emocional que se mantiene con él, modificar las expectativas que pudieran tenerse y ayudarle a que, tras el natural periodo de negación, tristeza o rabia, acepte lo que no está en sus manos evitar. Si eso se consigue y se mantiene el propósito de colaborar con los expertos en salud mental, se habrá entrado en la vía que conducirá a aminorar las consecuencias de la enfermedad.

3.- Estar a su lado.

Quienes nunca hemos experimentado un episodio depresivo tenemos dificultades para entender el grado de sufrimiento, desamparo y pérdida de sentido en que queda sumido el depresivo. No necesita piadosas recomendaciones, ni constantes invitaciones a que levante el ánimo o a que ponga más de su parte. ¡Cómo si eso fuera algo que depende de su voluntad!... Necesita de personas empáticas que no le juzguen, que le muestren comprensión, que, sencillamente, sepan estar a su lado.

4.-Respetar sus silencios.

Y hacerle llegar que se es consciente de su pesar y se está dispuesto a ayudarle. Disposición a escucharle, si quiere hablar, y comprensión y respeto, si prefiere guardar silencio. Sin olvidar que la tendencia al aislamiento y la dificultad comunicativa forman parte de la sintomatología del depresivo. Es absurdo presionarle para que se muestre expansivo o sociable como si eso fuera algo que estuviera a su alcance. Esas actitudes le tensionan y le hacen sentirse más solo ante la evidencia de que quienes le rodean no parecen percatarse de las limitaciones que le impone su enfermedad y del profundo dolor que las mismas le producen.

5.- No pedirle explicaciones.

Sencillamente, porque no las puede dar. Tampoco él sabe qué le pasa. Exigírselas es una torpeza que le provocará irritación. Y que reforzará su convicción de no ser entendido. Demandar explicaciones racionales para algo que nada tiene que ver con la razón, no es, si se me permite la redundancia, nada razonable y refuerza al depresivo en su experiencia de profunda soledad. Lope de Vega que sufrió graves depresiones, dice: “Si me preguntase a mí mismo qué mal tengo, no sabría responderme, por mucho tiempo que lo pensase”.

6.- Huir de los consejos.

Las invitaciones a que se anime, a que ponga de su parte, a que salga, a que se divierta, a que participe en actividades… son indicaciones condenadas al fracaso. Simplemente, porque no está en sus manos seguirlas. Refiriéndose a su experiencia terapéutica, recordaba el Dr. Vallejo Nájera que casi todos los que han padecido una depresión referían, pasado el tiempo, la angustia que les producían esas consignas dictadas por la buena fe de sus allegados. Sin entender que el bloqueo que sufre le lleva a ver cualquier tarea, por rutinaria o nimia que parezca, como una carga abrumadora.

7.- No presionarle.

De ahí la importancia de evitar consignas en ese sentido. La depresión, ya lo dijimos, no es algo que se elija. Tampoco algo cuya superación dependa de la libre voluntad. Insistirle para que se comprometa con actividades con las que no se siente cómodo resulta contraproducente. Lo explica gráficamente, de nuevo, Vallejo Nájera: “La depresión imposibilita para el disfrute de nada. Si le lleva a una película cómica, ‘le llevé para ver si se reía un poco’, sólo percibirá el enorme esfuerzo que le cuesta salir de casa, que no es capaz de seguir la acción del film porque se fatiga su atención, que los demás ríen y el permanece indiferente y que tiende a ensimismarse dando vueltas a sus negros pensamientos sin atender a la proyección. Si ocurre esto en algo pasivo y agradable como ver una película cómica, podemos deducir cómo queda aplastado si se le obliga a acudir al trabajo, a enfrentarse con un problema o una ardua tarea para la que se siente incapacitado”.


8.- Trasmitirle esperanza.

La vivencia depresiva es, lo venimos diciendo, difícilmente definible. La pena, la desesperanza, la angustia, la desgana, la sensación de impotencia se amalgaman en lo más hondo del alma y hace que quien experimenta tan desasosegantes emociones, se perciba como en un callejón sin salida, como en una oscura mazmorra de la que jamás podrá ser liberado. Quienes le son más próximos siempre podrán ofrecerle una pizca de esperanza. Y hacerlo con legítima coherencia persuadiéndole de que, aunque en esos momentos no pueda entenderlo, sí que hay salida de esa cárcel y luz al final de su túnel. La depresión es una enfermedad tratable y quien sigue las pautas que le marquen los profesionales puede abrazar la legítima esperanza de que llegará la mejoría.

9.- Reforzarle positivamente.

Rasgo relevante del depresivo es su déficit de autoestima. Tiende a ignorar sus luces y a recrearse en sus sombras, a recordar sus fracasos y a pasar por alto las ocasiones en que le sonrió el éxito, a destacar sus defectos y subrayar sus debilidades, obviando sus virtudes y los méritos contraídos a lo largo de su vida. En tales circunstancias, el papel de la familia es clave para resaltar sus cualidades, poner en valor las múltiples capacidades que atesora y, por encima de todo, lo mucho que, a pesar de las dificultades del momento presente, él o ella significan para quienes tanto les quieren.

10.- Cuidarse a sí mismo.

Una última consideración. Convivir con el depresivo es todo menos fácil. Los estados anímicos son, a poco que uno se descuide, contagiosos. Cuando son negativos tienden a generar, en su entorno, vivencias profundamente dolorosas y emociones contradictorias de difícil manejo. Cuidar a un depresivo es un desafío no menor para el que hay que saber prepararse y ante el que uno debe protegerse. No es fácil convivir y cuidar de alguien que se ha instalado en la tristeza, que puede tener comportamientos no fáciles de entender y con quien la comunicación es siempre complicada.

En tales circunstancias convendrá hacerse cargo de las preocupaciones y sentimientos de los distintos miembros de la familia, prestarse apoyo mutuo e intentar controlar las situaciones generadoras de estrés. La atención al deprimido no puede absorber todos sus recursos afectivos de manera que se descuide el “autocuidado” de todos y cada uno de los integrantes de la familia. Es un grave error dejarse atrapar por el duro oficio de cuidador, eliminando espacios en los que se puedan atender las propias necesidades. Quien no sabe cuidarse difícilmente podrá ser un buen agente de ayuda. Acabará culpabilizando al enfermo, perpetuando la situación de la que pretendía liberarlo. Velar, pues, por uno mismo, lejos de ser una expresión de egoísmo, constituye siempre una garantía de eficacia en el tratamiento del familiar enfermo.

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